Era una sala
subterránea gigantesca, iluminada por aquel resplandor entre azulado y verdoso.
El suelo de la colosal cavidad estaba cubierto de aquella sustancia viscosa y
fosforescente, y sobre ella se movían lentamente numerosos animales de aspecto
rumiante, con cuerpo rechoncho y patas largas y finas, que emitían un coro de
mugidos mientras se alimentaban de aquella pasta gelatinosa. Pero lo más
sorprendente era que la sustancia fosforescente que devoraban aquellas
criaturas, que recordaban vagamente a las ovejas de los etéreos, no crecía en
el suelo de la gruta, sino que era aportada incesantemente por largas filas de
hombrecitos de piel muy blanca, que afluían a la gran caverna a través de
agujeros en la roca, seguramente otros túneles semejantes al que había traído a
los verdes hasta allí.
— ¡Esto es increíble! —murmuró Furo.
— ¡Hay que ver! ¡Es que son como hormigas! ¿No los veis? —comentó Espia ante
aquella visión, que ni la mente más extravagante podría haber imaginado jamás.
Aquellos pequeños trogloditas eran delgados y más bajos
que los verdes, pero parecían muy fuertes. Tenían pestañas larguísimas, y
también largos bigotes. Sus uñas y sus orejas peludas eran igualmente muy
largas, y seguramente se servían de todos aquellos apéndices para moverse a
ciegas por aquel mundo sin luz.
— Y
esas “hormigas” deben ser las que han raptado a Alia —dedujo Furo—. Seguro que salen de su
hormiguero en busca de comida, como las hormigas de verdad.
— ¡Qué
horror! —exclamó
Teno pensando en la niña.
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