— Alia...
Era ella, efectivamente. Sus carceleros habían conseguido
acallar sus gritos al fin y ahora yacía de costado con los ojos cerrados y el
pelo revuelto sobre la cara, respirando con dificultad. Tenía las manos atadas
a la espalda.
—
¡Alia! —repitió
Teno.
Lentamente la niña abrió los ojos.
—
¡Teno! —sollozó—. ¡Espia! ¡Furo!
— Y un
bichito peludo, que te espera abajo. ¡Hemos venido a rescatarte! —exclamó Furo,
orgulloso.
— ¡Oh,
amigos! —dijo
la niña con un hilo de voz.
—
Estamos aquí —Teno
la cogió dulcemente y la abrazó—. Estamos aquí.
De repente, en medio del rumor de la lucha que se iba
apagando por momentos, les sobresaltó un estruendo que parecía venir de debajo
mismo de donde se hallaban.
Se asomaron a la puerta
de la cabaña. A sus pies vieron uno de aquellos jinetes guerreros cuya montura
se arrastraba agonizante, acosado por una turba furiosa de hombres hormiga. Era
evidente que se había quedado aislado del resto de sus compañeros y que trataba
de ganar la entrada del túnel que se abría muy cerca de allí para huir. Desmontó,
abandonando a su lagarto moribundo, y corrió hacia el pasadizo mientras
intentaba repeler a sus enemigos. En vano. Un gran número de ellos, como una
marea pálida y fría, se lanzó sobre el desdichado, pinchando, cortando,
mordiendo, destrozando su armadura y devorándolo vivo, mientras el guerrero
aullaba desgarradoramente. Cuando al fin los hombres hormiga se alejaron dando
gritos de triunfo, sólo quedaban de él unos pocos restos sanguinolentos. Los
verdes, fascinados por aquella brutalidad, aguantaban la respiración.
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