Después de comer todos salieron a
la playa y se dirigieron hacia el viejo embarcadero. Hacía mucho que había
quedado varios metros por encima del agua debido al continuo descenso del nivel
del mar. Ahora sólo se utilizaba en la Fiesta de Fin de Curso. Habían montado
allí una gran carpa, y el grupo de música y sus ayudantes atravesaron la
pasarela que lo unía a tierra firme y entraron dentro. Pronto se empezó a
escuchar el sonido de los instrumentos afinándose y las voces preparándose para
el baile de fin de curso, el broche de oro de la fiesta.
Mientras los más pequeños, los
padres y las profesoras paseaban por la playa y el palmeral, los de décimo se encerraron
en la Casa de los Estudiantes, arreglándose los peinados y preparando sus
estrategias para el baile. Luego, en pequeños grupos, salieron del edificio, se
acercaron al embarcadero y se pusieron a dar vueltas al pie de la pasarela. Al
cabo de un rato empezaron a formar corrillos, esperando aquel momento tan
especial, las niñas cuchicheando y riendo y los chicos empujándose y retándose.
— ¿Has visto a Furo? ¡Qué bien le
queda ese peinado!
— ¿Eh? Sí.
— ¿A que está muy guapo?
— ¡Que sí!
— Espia, no te des la vuelta, que
te está mirando.
— ¡Eh! ¡Me ha mirado! ¡Me ha
mirado!
— ¡Coro, no te lo crees ni tú!
— Audo, díselo. ¿A que Vitia me
ha mirado?
— Sí. Es verdad.
— ¿Lo ves?
— Vale, te ha mirado. ¿Y qué?
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