Al fin se detuvieron frente a la entrada de una cueva bastante grande, como aquellas que habían conocido en el país de los etéreos. Las pisadas se adentraban en su interior y se perdían en la oscuridad.
—
¡Escuchad! —susurró
Vitia—. ¿No
oís nada?
— Sí,
yo también lo oigo —afirmó
Espia—.
Parece que alguien está llorando.
—
¡Vamos! —chilló
Teno echando a correr.
Penetraron en la cueva. Era mucho más grande de lo que
habían imaginado. El sonido que habían escuchado desde fuera se oía ahora más
nítido, procedente del fondo de la cavidad.
—¡Viene
de allí! —advirtió
Furo—.
¡Por allí!
Teno corrió en la penumbra a trompicones. El corazón le
latía desbocado. ¡Alia! ¡No, no podía ser, a pesar de la evidencia! ¡Ojalá no
le hubiera pasado nada! Un quejido lastimero llamaba desde la negrura, cada vez
más densa. De repente Teno se detuvo y los demás se pararon de golpe, chocando
unos con otros. Ahora no se oía nada.
—
¿Alia? —llamó
Teno.
—
¡Auuuu! —contestaron
desde las tinieblas.
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