lunes, 16 de noviembre de 2015

No hay que dejar testigos

   Fuera ya volvía a ser de noche. Cuatro hombres caminaban en fila por una suave pendiente sembrada de altas hierbas. A sus espaldas el hangar del Arca se desdibujaba en la distancia.Aún no había salido la luna, pero unas nubes bajas reflejaban algo de claridad hacia el suelo.Algunas estrellas asomaban entre las nubes, que se movían empujadas por un viento alto, y desaparecían poco después, como si fueran ellas y no las nubes las que viajaran veloces por el cielo.





















   Los asana caminaban felices, cantando, con los fardos de piel llenos con los regalos que les había dado el piloto, mientras sus pies marcaban un paso rítmico, de baile, al andar. De repente tras ellos, sobre un pequeño montículo, apareció la figura de uno de los robots.La máquina observó a los asana que se alejaban. Descendió. Se desplazaba sobre el terreno con un suave zumbido. Pasó a medio metro de un grupo de pequeños roedores que retozaban en la puerta de su madriguera y que no se percataron de su fugaz presencia. En unos segundos alcanzó a la comitiva sin ser visto y se detuvo a unos metros a sus espaldas. Un fogonazo de luz, como un relámpago, iluminó la noche. Los asana cayeron a tierra fulminados.
   No se dieron cuenta de nada. 


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