No muy lejos de allí, en una
playa solitaria, alguien se preparaba también para una despedida. Una figura
ataviada con una larga capa negra y una máscara blanca que le cubría el rostro,
coronó la gran duna de arena que cerraba uno de los lados de una amplia bahía
rodeada por un cinturón de vegetación. Detrás de ella ascendía una sombra
oscura, una extraña estructura piramidal que parecía deslizarse sobre la arena
sin esfuerzo. La figura negra contempló la espectacular bahía solitaria y la
gran roca que la cerraba por el otro lado, tras la que acababa de aparecer el
sol, gigante y rojo. Luego volvió su vista sobre el mar, hacia el horizonte.
En aquel momento Tiemus bajó del
carro de un salto y subió corriendo por la gran duna. Las
piernas se le hundían en la arena y la respiración le fallaba por el esfuerzo,
pero no cejó en su empeño. Incluso aceleró el ritmo de las zancadas. Al fin
llegó a lo alto, a tiempo para oír las últimas palabras que pronunciaba la
figura negra.
— ¡Ve, ahora!
— Se... ñoría —dijo Tiemus,
respirando con dificultad por el esfuerzo—. Veo que... ¡tchum, tchum! Veo que
vos también habláis el lenguaje de las máquinas.
La figura se volvió, sorprendida
por aquella aparición inesperada.
— ¡Tiemus! —su voz sonaba
metálica, fría—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo...?
— ¡Omega! —llamó Tiemus.
La sombra oscura que empezaba a descender hacia el mar detuvo su avance—.
Señoría, ¿a dónde enviáis al robot?
— Tiemus, el robot tiene una
misión.
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