Volaron siguiendo los meandros de
un riachuelo casi seco que desembocaba en la playa. Aquello no era el mar
abierto sino una gran laguna de agua salada, reliquia del antiguo océano. Los
pájaros marinos hicieron acto de presencia, alborotando con sus gritos y
rodeando el trivehículo. Grandes aves viajeras de largas alas blancas flotaban
en el aire a su lado, como hermanas pequeñas de la nave. Alia pensó que volar
era el regalo más maravilloso que la naturaleza podía otorgar a sus criaturas,
mientras sus ojos escrutaban el paisaje en busca de alguna señal de los blancos.
De repente se fijó en una de
aquellas magníficas aves viajeras, que yacía malherida sobre la arena de un
tómbolo que unía a tierra una gran roca lamida por las olas. Sus alas se
alzaban dobladas de forma antinatural, señalando el cielo. Las aves que volaban
cerca del trivehículo eran grandes, pero ninguna tanto como aquel ejemplar, que
cuanto más se acercaban más se parecía a...
— ¡Bluncan! ¡Abajo, deprisa!
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