— ¿Qué les puede haber pasado?
¿Dónde estarán? ¡DULIA! ¡ASTIA, FELIA! —Alia daba vueltas alrededor del
trivehículo, gritando angustiosamente—. ¡EQUIA! ¡VELO!
Bluncan inspeccionó la nave, se
metió en la cabina, cuyo techo había desaparecido casi en su totalidad y yacía
empotrado contra la roca unos metros más allá, y bajó a la bodega... Aina, la
perrita, corría ladrando detrás de Alia o se acercaba al costado del
trivehículo gimoteando para llamar la atención del errante y que la subiera a
bordo.
Al cabo de un rato Alia se
acercó, cogió a la perrita y subió con ella a la nave. Bluncan llegó desde
popa.
¿Qué ha pasado, Bluncan? ¿Qué
crees que les ha pasado?
— Ataque. Atacados.
— ¿Qué dices? ¿Quién ha osado atacar a los blancos?
— No sé, Alia. Asana, seguramente. Lure... Aunque...
— ¿¡Qué!?
— Extraño. No flechas, no lanzas. Sólo quemad...os, en velas, en madera. ¡Y mira agujeros! ¡Mira techo, allí! Muy extraño, todo, glai.
— Sí, ya veo qué quieres decir. Parecen explosiones, fuego... Pero los asana no tienen armas que hagan esto, ¿no Bluncan? ¿O sí las tienen?
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