— ¡Es increíble!
— ¿Verdad? Y sin embargo te
aseguro que fue tan real como vosotros y como yo.
Callaron. El horror de lo que
había ocurrido, de lo que habían vivido los azules y probablemente también los
blancos, era demasiado indescriptible. De repente Alia rompió a llorar.
— ¿Por qué lloras? No hay que
llorar, Alia —dijo el chico, a punto de llorar también.
— Es que... —hipó—. Pienso en las
niñas y en... ¡Pobres!
— Sí...
— ¿Y qué hiciste luego? —preguntó
Alia con un murmullo.
— Aguanté agarrado a la pared
hasta que mis músculos y mis dedos dijeron basta. Caí al suelo y busqué los cuerpos
de las compañeras. No los encontré, ni tampoco a Quito. Debieron desintegrarse
también... Intenté poner en marcha el trivi, pero el robot había destruido el
motor. Era el humo que había visto salir de la bodega. Así que, como pude,
trepé por la pared otra vez y me refugié en una de las cuevas que hay allá
arriba. Y allí he estado, escondido, hasta que he visto el resplandor de
vuestra hoguera. Pensé que el robot había vuelto... ¡Y entonces te he visto a
ti! —sonrió.
— ¿Crees que volverá? —preguntó
la niña, mirando intranquila a su alrededor.
— No sé... No, creo que no
volverá. Porque no sabe que estoy vivo.
— Mavo, no te comprendo.
— He tenido mucho tiempo para
pensar, allá arriba. Toda la noche y todo el día. Y creo que el robot no me
mató porque cree que ya me ha matado.
— ¿Cómo que ya te ha matado?
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