Se abrieron paso a través de la espesura internándose entre los
árboles. Costaba avanzar entre aquel caos de rocas y troncos. La mañana era
fría y otoñal y el bosque estaba lleno de sonidos: cantos de pájaros que nunca
habían oído, gritos extraños y algún bramido lejano, un sonido gutural y
misterioso, como un heraldo de tiempos muy antiguos. De vez en cuando la madera
resonaba como un tambor, golpeada por el pico de algún ave de la fronda.
— No me gusta este sitio —dijo Alia—. Me sentía más tranquila en la cueva.
— Pues a mí me parece fantástico —dijo Espia, agachándose para pasar bajo un árbol
caído.
De pronto todo quedó en silencio. Los sonidos del bosque cesaron.
Furo, que abría la marcha, se detuvo.
— No me gusta —repitió Alia.
Teno, que iba el último, tiró de la larga lanza que llevaba sujeta a
la espalda y que le había acompañado desde el país de los etéreos. El roce del
arma contra la tela de la mochila silbó en el aire. Alia se volvió y le miró en
silencio; llevaba en bandolera el arco de los etéreos de Teno. Cogió el arco y
sacó una flecha del carcaj.
¡Y entonces la bestia les atacó! Un ser oscuro y muy grande. Furo
recibió el primer impacto y salió volando por los aires. Espia chilló,
aterrorizada. Alia y Teno dispararon a la vez sus armas. En medio del fragor de
la lucha hubo un grito agudo, prolongado. Como un fantasma, tan rápidamente
como había llegado, la bestia se escabulló entre el follaje.
— ¡Amigos! ¡Verdes! —llamó Furo desde el suelo.
— ¡Furo! —contestó Teno—. ¡Furo!
— ¡Se ha llevado a Espia! —consiguió decir el chico entre aullidos de pena.
Corrieron, chocando furiosamente con las ramas, tropezando con las
raíces de los árboles, gritando con rabia y desesperación el nombre de su
amiga.
— ¡Mirad cuanta sangre! —Furo estaba aterrorizado—. ¡Padres fundadores!
— ¡No puede ser de Espia! —jadeó Teno saltando junto al chico—. Eso es que le hemos acertado.
— ¡El aura aún protege a Espia! —chillaba Alia, corriendo tras ellos.
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