Siguieron corriendo, siempre hacia el norte, mientras el sol proseguía
su camino a través del cielo y se acercaba al ocaso. Las sombras avanzaban por
la planicie y trepaban por las laderas hacia las cumbres de las montañas. Un
grupo de animales grandes y poderosos, con largos pares de colmillos planos que
casi rozaban el suelo, se agitó a su paso, y uno de ellos, un ejemplar enorme,
cargó contra los verdes chillando y resoplando. Aumentaron la velocidad de la
carrera y el animal se paró en seco, y finalmente dio media vuelta, satisfecho
con su exhibición de fuerza, y se reunió con el resto de la manada.
Mientras quedó algo de luz, Teno, Furo y Alia continuaron su marcha,
trotando sin descanso. Cuando oscureció del todo se detuvieron, jadeantes, en
medio de la nada.
— ¿Veis algo? —preguntó Alia.
— No. ¿Y tú? —preguntó Teno dirigiéndose a Furo, que resoplaba por
el esfuerzo.
— Nada —carraspeó Furo.
— ¿Los habremos perdido? —dijo la niña.
— No —respondió Teno respirando aún con dificultad por la carrera—. Están cerca, seguro. —Cogió una bocanada de aire—. Por ahí delante —señaló—. Deberíamos subir a algún sitio alto y esperar a
que se haga oscuro.
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