En el firmamento aparecieron algunas estrellas entre las nubes que se
deshacían. Se oyó un aullido lejano. Y de pronto, hacia el noroeste, la luz
vacilante de una hoguera comenzó a brillar.
— Ahí está —dijo Teno—. ¿Qué hacemos? ¿Encendemos una nosotros también y
esperamos, a ver qué pasa?
— Esta vez no —propuso Furo—. Deben creer que ya no les seguimos. Vayamos hasta
allí y veamos de quién se trata.
— Es lo mejor —le secundó Alia.
Se pusieron a caminar en medio de la creciente oscuridad, pegados unos
a otros, guiados por la luz. La noche era ahora tan oscura que les parecía que
aún estaban en las entrañas de la tierra, vigilando la antorcha de alguno de
sus peligrosos moradores. De vez en cuando oían el rugido de alguna fiera y los
chillidos de terror de sus presas. La luz creció en las tinieblas. Se
acercaban. Y de pronto el fuego desapareció ante sus ojos.
— ¡Lo han apagado! —musitó Furo, alarmado.
— No hombre, no —rió Alia entre dientes—. Mira, es que hay una montañita que nos lo tapa.
Llegaron a lo alto de la pequeña elevación y se pararon,
desconcertados. De repente no había uno, sino tres fuegos allá adelante: uno
grande y dos más pequeños. Siguieron avanzando agachados, muy despacio, atentos
a cualquier sorpresa. Las hogueras volvieron a desvanecerse en su campo de
visión, aunque se distinguía su resplandor rojizo coronando la siguiente
elevación del terreno. Llegaron al fondo de la hondonada y ascendieron de
nuevo. Cerca de la cima se echaron al suelo y reptaron hasta el borde. Poco a
poco, con mucho cuidado, se asomaron al otro lado.
Vieron primero el fuego más grande y luego, arrastrándose un poco más,
los otros dos. ¡Y otro más aún! Brillaban en medio de la noche, igual que
faros, atrayendo sus miradas como a mariposas nocturnas que acuden a la luz.
Las llamas más altas danzaban en lo alto de una torre, iluminando un grupo de cabañas
de madera rodeadas de una empalizada.
Al fondo, a ambos lados de la empalizada, se distinguía una franja
horizontal de color blanco y se escuchaba un sonido que ellos conocían muy
bien.
— ¡El mar! —exclamó Alia sintiendo que la alegría inundaba su
corazón.
— ¡El mar! —repitió Teno, extasiado.
— ¡El mar! —repitió Furo.
Sintieron que habían llegado al fin. Habían dejado Antartia muy lejos,
al sur, rodeada de agua, vestida por el mar, y ahora estaban aquí, en el otro
extremo del mundo, y de nuevo era el mar el que les recibía con los brazos
abiertos, como un padre. El rumor de las olas rompiendo contra la arena les
saludaba una y otra vez.
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