Con un gemido de la madera, se abrió una puerta en mitad de la
empalizada y la figura de un hombre bajo y robusto, con el cabello largo, se
recortó contra la claridad interior del poblado. El hombre abrió los brazos y
dirigiéndose a los verdes exclamó:
— ¡Bune!
Otros dos hombres con el mismo aspecto flanquearon al primero. Se
quedaron mirando a los tres niños, que eran tan altos como ellos, y sus miradas
se detuvieron en Alia. Al cabo de unos instantes repitieron:
— ¡Bune! ¡Bune!
Luego los tres hombres retrocedieron franqueando el paso a los niños.
Alia miró a Teno y luego a Furo y después, decidida, entró en el fuerte. Los
niños la siguieron. La puerta se cerró tras ellos.
— Bune. Bune. Bune.
Por todas partes aparecieron otros habitantes del poblado y se unieron
a los tres primeros, rodeando a los verdes. “Bune”, “bune”, repetían todos con
los brazos extendidos y las palmas de las manos abiertas, en lo que sin duda
era un saludo de bienvenida. Ninguno de ellos parecía ir armado. Los recién
llegados y sus anfitriones se observaron mutuamente con curiosidad. La
diferencia de complexión entre los chicos y los habitantes del poblado era muy
obvia: éstos eran claramente más anchos y robustos. Otra característica que los
hacía distintos era la indumentaria: la desnudez de Teno, Furo y Alia
contrastaba con los gruesos abrigos de piel que cubrían a los del poblado.
Finalmente, todos aquellos moradores de los confines del norte, aquellos
hiperbóreos, tenían largos cabellos que les caían sobre los hombros, como los
niños.
Alia se adelantó e hizo las presentaciones:
— Alia —dijo, cambiando el arco a su mano izquierda y
poniendo su mano derecha sobre su pecho—. Teno —dijo luego señalando al niño—. Y Furo —y señaló al otro.
— Bune. Bune
—repitieron sus anfitriones.
— ¿Es que no saben decir nada más? —susurró Furo.
— ¡Calla, Furo! —musitó Alia sin volver la cabeza.
— Kotenai —dijo uno de los tres que les había dado la
bienvenida habló, cogiendo por ambas muñecas al que les había abierto la
puerta.
El aludido cogió a su vez las
muñecas del que le acababa de presentar y dijo:
— Bruni.
— Kotenai, Bruni —repitió la niña, señalando primero al hombre que se
mantenía en el centro del grupo y después al otro.
El hombre dio un paso atrás y a un lado, invitando a los niños a
seguir avanzando hacia el interior del poblado. Los que estaban más cerca se
apartaron también.
— Ayín. Bune.
Ayín —dijo.
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