— ¿Habéis visto? ¿No es increíble?
— A mí no me parece
increíble. Sólo espero que tengas razón.
— Teno, no seas tan negativo. Seguro que es lo que dijo Furo.
— Pues no se ve nada.
— Espeeera.
El
bote embarrancó en la arena tiznada de blanco y los tres niños saltaron a
tierra. Teno desató la lanza.
— Por si acaso —dijo.
Subieron
por la pendiente en completo silencio. Tras ellos, el rumor de las olas
lamiendo la playa del islote era el único sonido ambiente. No se oía ni se veía
otra cosa, ni un pájaro, ni una hierba...
—
¿¡Qué!? —exclamó Furo con expresión de triunfo—. ¿Tenía o no tenía razón? ¿Eh?
Se
habían asomado al borde de la ladera para ver de dónde provenía la columna de
humo. Y sí, allí estaba: parecía un pepino muy
grande clavado en la tierra, un pepino de color verde chillón,
incrustado en la arena amarilla del fondo del cráter que seguramente había formado al chocar contra el suelo. El
calor que desprendía fundía la nieve del interior del cráter y la transformaba
en vapor de agua, que brotaba a borbotones de la base del pepino.
— La luz que arde en el mar… lo que dijo La Madre.
— Tenías razón, Furo. Es la nave extrasolar, seguro —dijo Alia sin poder contener su asombro.
— Será una nave espacial, como decís vosotros —observó Teno, molesto aún por tener que darle la razón a
su amigo—. Pero es la cosa más ridícula que he visto jamás.
— Venga —dijo Furo conciliador—, vamos a acercarnos.
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