— Déjame, Teno. Éste sólo se
atreve con los pequeños —roncó Furo. Su tono era glacial—. Te daré una lección,
por chulo.
— Cuidado, Furo —Malo habló con
voz engolada—. Ten cuidado. No te vaya a pasar como en la fiesta de fin de
curso del año pasado.
Malo recogió su cabellera con un
movimiento ágil, la pasó sobre su cabeza y la ató como si fuera la cresta de un
gallo con la cinta azul que llevaba al cuello. Había una norma en los combates
entre los puros: el pelo era sagrado.
— Por favor, Furo.
— Déjame, Espia. ¿Teno?
Teno se acercó y ayudó a Furo a
atarse los tirabuzones en un tupido moño sobre la coronilla.
— ¿Estás seguro de que quieres
pelea, Furito? ¡Pero si no sabes ni recogerte el pelo tú solito!
Con un grito Furo saltó hacia
delante como un felino y se lanzó contra Malo. El chico desvió el ataque
juntando los antebrazos y saltó hacia atrás describiendo una parábola, hasta
aterrizar en el muelle. Las chicas azules se apartaron.
Entonces comenzó una
extraordinaria danza de golpes y contragolpes, saltos y vuelos. Furo y Malo
lucharon primero sobre el muelle, luego sobre las planchas de madera mojadas y
sucias de las callejuelas, y al final sobre los mismos tejados de las chozas.
Todos, los verdes, los azules, los asana y hasta los blancos, que también
habían aparecido de pronto atraídos por el tumulto, siguieron a los
contendientes por toda la ciudad hasta la pared del cañón. Allí Furo y Malo continuaron
lanzándose golpes terribles, patadas y puñetazos que sobre otro enemigo
hubieran resultado letales.
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