Finalmente divisaron a lo lejos
el circo rocoso donde terminaba el cañón del río Escondido. Y allí, como si fuera
una hebra de plata enganchada a la pared, vieron maravillados la alta y etérea
cascada por la que el río Escondido se despeñaba hacia el mar.
A los pies de la cascada, donde
apenas llegaban los rayos del sol, había una ciudad laberíntica y apiñada,
hecha de chozas edificadas sobre la escasa tierra disponible, o construidas
sobre pilotes en el propio río. Era la Ciudad Baja, el lugar más abigarrado y
caótico que habían visto en su vida. Nada, ni los relatos de sus compañeros del
curso anterior, les había preparado para la algarabía, la humedad y la mezcla
de olores que les recibieron desde mucho antes de atracar en el muelle. Por
detrás de los tejados de las casuchas, una calzada excavada en la roca ascendía
zigzagueando por la pared hasta alcanzar la cima del acantilado. Allí arriba
debía estar la Ciudad Alta, el antiguo Puerto Escondido, que había quedado muy
por encima del nivel del mar al irse evaporando el océano. El camino bullía con
el trasiego de hombres, bestias y carretas que subían o bajaban al cañón.
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