Montaron el campamento bajo un
arco natural de piedra. El cielo se fue tiñendo de azul oscuro y pronto se dibujaron
en él las primeras estrellas. Las llamas se elevaron con dificultad, pues en
aquella latitud el aire ya empezaba a estar enrarecido y el oxígeno era escaso.
Cenaron alrededor del fuego y volvieron a hablar del mundo nuevo al que
viajarían con el Arca.
— A mí me gustaría vivir en un
planeta azul y verde, pequeño, lleno de agua y de selva. Y con dos soles. ¿No
sería chulo tener dos soles en vez de uno? —imaginó Audo.
— Si calientan como éste… ¡No,
gracias! —replicó Vitia.
— Pues a mí me gustaría que
llegáramos a un planeta tan lleno de agua que sólo hubiera unas pocas islas
—soñó Coro.
— Vuestros planetas están muy
bien, pero tampoco tienen por qué ser tan húmedos, ¿no? A mí el desierto me
gusta.
— ¡Anda que...! ¡Qué dices, Teno,
mira que eres rarito! ¿A ti te gusta el desierto?
— Pues sí, me gusta. Eso sí, con
muchos oasis.
— A mí, ni con oasis —bufó
Vitia—. ¿Y tú, Espia, a ti qué te gustaría?
— A mí me gusta todo: el
desierto, el agua, el verde,... todo.
— A mí igual —dijo Furo.
— ¡Ya! ¡Claro! —exclamó Coro con
una media sonrisa.
— Eh, ¿qué quieres decir? —dijo
Furo, levantándose de un salto. Coro salió corriendo y Furo persiguiéndole.
Todos se reían.
— ¡Corre más deprisa, que te
pilla! —gritaba Audo.
Al final rodaron los dos por el
suelo, entre carcajadas de los demás.
Era agradable estar allí todos
juntos, de noche, a salvo por fin del sol ardiente... Y solos, sin personas
mayores. Allí se sentían libres y audaces. Si Alia estuviera también, pensó
Teno...
— ¡Hey, mirad! —dijo Espia.
Una polilla sobrevolaba la hoguera
confundiéndola con la luna, que aún no había asomado por el horizonte. Todos se
alegraron al ver que un pequeño ser vivo venía a hacerles compañía. Tal vez sí
que encontrarían alguna planta, después de todo.
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