Durante los siguientes días
buscaron La Planta metódicamente. Mantenían el trivehículo parado y escondido
tanto tiempo como podían, y se movían a pie, separados pero a la vista unos de
otros, siempre vigilantes y apresurados. Exploraron todos los barrancos, las
laderas y los valles próximos al mar, temiendo ser descubiertos por los asana,
ahora que sabían que eran vulnerables. Y pendientes de la aparición del robot
asesino. Aunque si Malo tenía razón ya debía estar muy lejos de allí,
persiguiendo a los verdes. Alia se estremecía sólo de pensarlo. “¡Rápido
verdes, volad rápido hacia el norte!”, les animaba mentalmente a cada momento.
Y se consolaba pensando que a lo mejor la máquina no los encontraría nunca en
el enorme territorio que debían explorar.
Pero luego caía en la cuenta de que
el robot podía simplemente esperar a que volvieran, oculto en Puerto Escondido,
y acabar con ellos antes de que cruzaran el mar para volver a Antartia.
Entonces la embargaba la angustia y se descubría a sí misma viendo sin ver,
caminando sin darse cuenta ni de por dónde pisaba. ¡Cómo iba a encontrar así La
Planta! De poco le servía que Malo y Bluncan estuvieran cada vez más pendientes
de ella, ni que se turnasen por la noche haciendo guardia para que pudiera
descansar. Ella dormía con un sueño agitado, o fingía dormir para no
preocuparles.
Finalmente, al sexto día, al pie
de unos farallones de piedra oscura que se hundían en el mar, en una zona de la
costa que había estado cubierta por la neblina casi toda la mañana, Bluncan la
encontró. No gritó, no dijo nada, simplemente se arrodilló en tierra y casi a
la vez, como obedeciendo a una señal invisible, Alia y Malo le vieron. Y
enseguida supieron que sí, que la habían encontrado. ¡HABÍAN ENCONTRADO LA
PLANTA!
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