Aún no era
capaz de saber si el robot estaba cerca o lejos. Pero pronto sería capaz de
aquello, y de mucho más. Se preguntó cómo avanzaba a su encuentro: ¿flotando en
el agua como una medusa, nadando entre dos aguas, como un pez, o deslizándose
por el fondo como un pulpo? Tenía que preguntárselo.
Y entonces lo
vio, saliendo de entre la espuma, reptando. ¡Había llegado!
— Hísteros aficneî!
“¡Llegas
tarde!”, le riñó. Su voz era tan fría y no humana que nadie podría reconocerla.
— Ara apéktomas hápantas?
“¿Los has
matado a todos?” El robot respondió en aquella misma lengua, tan antigua que
sólo unos pocos en Antartia podían reconocer.
— Heptá leükoi paîdes. Hex küanoî
paîdes.
“Siete niños
blancos. Seis niños azules”.
— ¡Buen trabajo! Pero tienes que volver. Hay novedades.
La máquina se
elevó en el aire como una cobra. La parte delantera de su cuerpo cimbreó en la
oscuridad.
— Han enviado a otra niña. Tienes que ir y acabar con ella también.
— Poû
teúksomai autes, ho títhre?
“¿Dónde la
encontraré, ama?”
— La habrán enviado a los cuadrantes 16 y 17. ¡Búscala! Si no la encuentras,
espérala aquí, en este punto.
Sacó un mapa de
la manga de su túnica y se lo enseñó al robot. Una luz se encendió en la cabeza
de la máquina, iluminando el lugar que la figura negra señalaba con su índice.
— En cuanto veas su trivehículo, abátelo y regresa. ¿Lo has entendido?
En lugar de
responder, como haría un ser humano, el robot se plegó sobre sí mismo y se
convirtió en un disco luminoso. En aquel momento una ola le cubrió por
completo. Cuando el agua se retiró, la máquina ya no estaba.
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