A media tarde comenzaron los preparativos finales. Se ensillaron y
embridaron los murciélagos, se cargaron las armas y los guerreros se vistieron
para la batalla con sus cascos y armaduras. Todo estaba a punto. En cuanto
empezó a oscurecer, mientras los pastores subían las ovejas al poblado como
cada noche, los pargasianos, los blancos y los verdes alzaron el vuelo, y
diciendo adiós al resto de la tribu se dirigieron hacia Kiileraat. Cuando
aterrizaron en la gran plaza central del Reino de las Cumbres la luna llena ya
asomaba su brillante cabeza entre las nubes bajas. Todo era bullicio y
excitación.
La hora de la batalla había llegado.
Lentamente, como un enjambre de abejas abandonando la colmena, los
murciélagos de los aliados melorianos y pargasianos, los rinolofos, los ratones
voladores y los molosos llenaron el aire de la noche. Y a una señal
descendieron para camuflarse entre la niebla, y partieron a la conquista de la
altiva atalaya de Kiilimaán.
Cerca de la montaña, en el collado, los atacantes se dividieron en
tres grupos: uno rodeó la pirámide por el sur, para luego ascender por la zona
de las murallas, la más expuesta; un segundo grupo igual de numeroso, en el que
se encontraban los blancos y los verdes se aproximó en vuelo rasante a la pared
norte, la más alta, para caer por detrás de la cima sobre los campos de
cultivo, donde debían converger con el primer grupo; y finalmente, un pequeño
escuadrón se elevó en el aire para atacar desde lo alto en una maniobra de
distracción.
Al principio todo salió como estaba previsto. Mientras se escuchaban
los primeros disparos los blancos y los verdes, siguiendo al jefe de su
escuadra, salieron desde detrás de los farallones rocosos de la cima y se
precipitaron sobre los campos de los baaltarios, mientras los pilotos
escudriñaban el aire en busca del rayo verde. ¡Fummm! El fogonazo impactó
contra un rinolofo meloriano, desintegrándolo. ¡Pero ahora los atacantes ya
sabían dónde estaba el cañón con el que los baaltarios disparaban su mortífera
arma!
Los melorianos y los pargasianos aterrizaron, y vociferando y haciendo
sonar sus cuernos de guerra, gritando con sus extraños aullidos y silbidos, se
lanzaron al asalto, entre el resplandor de las descargas del rayo y los
disparos de las armas de los defensores baaltarios.
Vitia posó su murciélago en el suelo y enseguida Inmo saltó a tierra y
se abalanzó contra un baaltario que se acercaba blandiendo una lanza. A su lado
el rinolofo de Espia dio un par de saltitos torpes mientras el guardián
disparaba hacia el cielo contra un interceptor baaltario que caía en picado
sobre ellos. A su alrededor todo era confusión y caos. ¡Fuummf! El rayo verde
barrio el campo y alcanzó de lleno a un moloso aliado, que se desplomó delante
de ellas, fulminado. Si no hubiera sido por él, que había parado el disparo con
su cuerpo velludo, Vitia y Espia habrían muerto allí mismo.
— ¡Vitia! —chilló Coro posándose a su lado—. ¿Estás bien?
— ¡No es nada! —respondió la niña—. ¡Rápido! ¡Cojamos la hierba del rayo verde y
larguémonos!
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